viernes, 8 de agosto de 2008

Ante Ludovico hay que prosternarse


La cita se planteó ese domingo en el hall del Teatro Nacional. El poeta, periodista y ahora gran Babalao, sacerdote de jerarquía de la religión Yoruba, Santos López, se había dado a la tarea de sacar adelante la Casa de la Poesía, para ello creó un proyecto en conjunto con la Compañía Nacional de Teatro que se denominó “Poetas en Compañía”, una genial idea cuyo ulterior fin era acercar el teatro y la poesía al pueblo, utilizando los recursos y el talento para llevar el arte a la masa. Fue así como cada fin de semana se presentaba en el Teatro Nacional un poeta, cuya obra era dramatizada por los alumnos y actores de planta del primer teatro del país, que para ese entonces dirigía desde una cómoda poltrona Isaac Chocrón, pero que gerenció con muy buen tino el greco-venezolano Pantelis Palamides.
Domingo a domingo el Teatro Nacional se llenaba con estos breves montajes. Hubo, no dudo en señalarlo, un absoluto conocimiento del gusto teatral del vulgo. Fue así como se llegaron a presentar sainetes que fueron aplaudidos a rabiar, textos difíciles llevados a la simplicidad. Santos López, entonces, presentó a Ludovico en su rol de poeta. Se efectuó un brindis en el hall del teatro y fue allí donde conocí a ese monstruo de las letras venezolanas que fue Ludovico Silva. Alguien había descorchado una botella de vino tinto y corrían, además, dos o tres vasos de whisky. Uno le pertenecía a Ludovico, otro a la poeta Hanni Ossot, acompañada por Manuel Caballero, que para esa época sólo ejercía el cargo de historiador y no de talibán de la oposición.
Añoro el momento mientras en silencio aprecio el chocar de los cubitos de hielo contra las paredes del vaso. Decir que recuerdo el montaje sería mentir. Sólo veo a Ludovico y a Hanni Ossot, personajes signados por la maldición de la bohemia, transeúntes de lo etéreo, de lo espiritual, soldados de la utopía… penitentes del auto destierro; porque cuando se asume la literatura como condición de vida, entramos en esa etapa que resulta incomprensible para muchos. Es un aceitar de neuronas que permiten observar con sumo detenimiento los escenarios de la vida. El ser humano ya no es un simple ser humano, se trata de la carne que respira, del corazón que palpita, de las emociones perversas o banales. Disfrutar la angustia de ser el otro o caminar siempre con el disfraz del otro sin detenernos a reflexionar y comprender que bien podemos vivir con nuestra propia piel, en un mundo más fácil quizá, más simple, tal vez. El hombre de letras tiene el privilegio de mirar al prójimo desde otra óptica, con un particular punto de vista que las más de las veces no será entendido, inclusive, corre el riesgo de ser tildado como loco. La otra orilla del río…
Ludovico Silva perteneció a esta exquisita especie y hombres como yo, sólo podemos manifestar admiración y confesar una soterrada envidia. Ludovico se arriesgó en todo, vivió como quiso y bajo preceptos muy particulares que lo convirtieron en el filósofo que fue, en el exquisito teórico marxista que demostró ser. Ludovico no pidió ni dio cuartel y sus galones se los ganó a puro pulso, derrochando capacidad a borbotones, como sólo suelen hacerlo los genios en determinados campos. No extrañe a nadie que Ludovico, además de filósofo, crítico y ensayista de postín, haya sido el gran poeta que fue y que aún no ha sido reconocido por sus pares. Quizá sus sabias reflexiones pesaron demasiado y se dieron a la tarea de devorar sus cuitas. No fue la de Ludovico una poesía bobalicona, mansa, pueril. No, la poesía de este genial venezolano traspasó los cánones de lo convencional, tanto que me atrevo a calificarlo como de los mejores que haya parido nuestra tierra, junto con Palomares, Araujo, Valera Mora, Montejo y Cadenas. El grupo surrealista le habría admitido en su seno de buen agrado.
Hace algunos años, demasiados quizás, cayó mis manos un texto de Ludovico: “Ópera Poética” 1958-1982. Un libro editado por la Presidencia de la República en 1988. La dedicatoria resumía la vida íntima de este hombre que un buen día decidió hacer con su vida lo que le vino en gana: “Dedico esta mi Ópera Poética a quien ha sido mi verdadera inspiradora: Beatriz Guzmán, mi mujer, a quien suelo dedicar todos mis libros, en el nombre del vino y del amor”. En este compendio se encierra toda la creación poética de Ludovico, desde “Tenebra” (1964) hasta “La soledad de Orfeo” (1980), pasando por “In vino veritas” (1977), “Piedras y campanas” (1979), “Cuadernos de la noche” (1979) “Meditación cantada” (1958) y “Pararrayos celestes” (1981).
A decir del mismo Ludovico, el lector encontrará en este libro, necesario e imprescindible, que debe ser reeditado por alguna casa editora lo más pronto posible. Sugiero yo que sea Monte Ávila o El perro y la rana para hacerlo más popular, dos tipos de poemas: los llamados “clasistas” y los tildados de “existenciales”, llamados así por el poeta “porque parten de mi existencia, de mi vida personal”
Es importante, antes de regar lo que queda de la página con algunos fragmentos de los poemas de Ludovico Silva, dejar en claro lo que él entendía como su “Ars poética” resumido en una frase: “Poesía es combinación musical de símbolos”. Combinación en el sentido alquímico de la palabra, que lo hace diferente de la “mezcla”. Musical: por aquello de la prosodia. Símbolos: signos cuyos significados no están fuera de ellos mismos, sino que residen en su propia textura material, plástica y sonora de signo.
Dejare que ustedes compartan el verbo de Luis José Silva Michelena, o Ludovico, como mejor se le conoció y como él quiso darse a conocer, en tanto, dibujando la cómica pirueta del beodo insomne, prosternado ante cada palabra demasiado suya, alzo vacilante la copa de vino y exclamo: ¡Salud poeta!, vive su letra en muchos de nosotros, marcados por su decir, o mejor dicho, su manera de decir…

ESCRITURAS
“Manos finas han ido escribiendo mi vida
y manos finas escriben mi muerte
con toques fundamentales han puesto en mí
sutiles cicatrices, geometrías como las del invierno en las ventanas.
Mis cosas más profundas,
mis meses trabajando durante semanas,
mis objetos que han llegado a imitarme
y ya hablan solos y hasta se enajenan de mí;
los incendios que he provocado en montañas,
en ciudades enteras
aún antes de nacer, quién sabe cuándo:
ninguna de estas cosas
están tan bien escritas
como el documento de mis ojos…”

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POEMAS QUE NO TODOS PUEDEN LEER
“Tú, cuando te desnudas, te pareces a un pino
por la esbeltez exacta y el aroma divino.
Te conviertes entonces en mi propia experiencia,
te llenas de una hermosa, antigua y noble ciencia.
Por tu ombligo pasean mis manos desmayadas
como dos gritos solos. Blancas manos calladas,
que hieren la tibieza de tu cuerpo sabroso,
dulce como praderas, silente y memorioso.
Estas manos te hurgan, te descubren delicias
semejantes al mar. Breves, fijas caricias
con las que quiero hollarte, como si tierra fueras
por la que pasa un río sediento de praderas.
Y por tu pecho andan dos tetas excelentes
en las que yo amamanto todo lo que tu sientes.
Altos y soberanos, tus pechos son mi vida
que es alta y soberana torre herida.
Hieren tus piernas suaves y locas y extremadas;
después son dulces aves que, junto a mi, cansadas,
duermen ese momento feliz, después del coito,
cuando ha finalizado la noche del introito.
Las noches son sagradas. Pero también el día
Hay ángeles, demonios, culos del mediodía.
Te veo, en fin, desnuda, como una gran memoria
que no tiene pasado, ni presente, ni historia
y es el perfecto instante
en que todo lo amado se convierte en amante”.

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BEATRIZ, TRAEME UN WHISKY
“Después de tantas vueltas sobre un diamante loco
estoy otra vez en mi certidumbre
de animal condenado.
Beatriz, pásame un whisky,
tráeme la ginebra pura,
mátame de una vez
con mi propia daga,
anda chica,
vamos a escribir otra vez
In vino veritas.
Yo necesito amor, cuello de alondra
para llegar al fondo de la botella.
Hay que cantar al hondo de uno mismo.
La vida está ya cansada
de que yo la exista,
tengo Cristos que cantan en mis huesos,
canciones de alta mar,
dolores, ay, dolores de ultratumba.
Acércate, mujer, tráeme ese Whisky
más saboréalo primero
para tener la certeza
de que no es un veneno.
Mata en mi su recuerdo
déjame con el puro presente
y ese futuro mío
que no se sabe si llegará.
Deja la pereza de los huesos,
elévate sobre tus muslos potentes
rompe a cantar como el Nightingale
de Keats, o mírame como el Raven
de Poe, o como la cerveza de Anacreonte,
o el oinos de Homero…
…Yo canto en ti
como un pájaro en la arboleda,
me deslizo en tus aguas
como un pez ignorante de sí mismo
y al fondo de tus prados
vibro como una torre herida…”

jueves, 7 de agosto de 2008

Memoriales etílicos de Daniel Suárez Hermoso


Destiempo, fuera de tiempo. Reflexiones omitidas, guardadas, escondidas. Expresadas a destiempo, cuando el libro ya está raído, deteriorado, consumido. Libros famosos, malos a buenos, reservados para mejor momento. Pasa el tiempo y se lee fuera de él, como cuando dejamos descansar un texto.
Causará sorpresas en su momento y serán idénticas las emociones con los años. Cervantes emociona desde hace siglos. Las generaciones que lo aplaudieron aún le aplauden, lo aplaudo cada vez que lo leo. Igual celebro a Salman Rushdie, a Bryce Echenique o a García Márquez.
Me emociono a destiempo, fuera de tiempo. Como esta semana, cuando reflexioné sobre los Memoriales del bar a la media noche, de José Daniel Suárez Hermoso, poeta que renace cada día en San Carlos, teatrero que miente con astucia en el único teatro de la capital cojedeña, tierra inhóspita, olvidada de todos. Allí donde ahítos de alcohol dejamos escapar versos amorosos, demasiado humanos y eróticos algunos, farsantes como Luis Alberto Crespo, Saél Ibáñez, Luis Alberto Angulo, Suárez Hermoso y quien esto escribe.
“Hoy es el día en que cuarenta años no es nada y te pareces una nena, / con una minifalda azul, esas medias blancas y el lunarcito en la boquita a lo Olga Guillot. / Seguramente aprendiste a vencer los años como Lila Morillo. / Dicen que hace grandes sortilegios a los días / y en la media noche del solsticio de primavera se cubre de piedras preciosas. Entonces José Feliciano puede verla… / Hoy es el día que Julio Jaramillo te llamará muchachita, / y a la entrada de la ciudad lo dejarás morir. / Pensará que tiene fiebre, porque San Carlos / es eso: la ciudad de las fiebres eternas en Marzo o en Noviembre. / Hoy es el día en que serás reina del Bar de Colombia. / Terminarás desfilando en la barra y me sentiré Bob Foster y te agarro la pierna con un derechazo. / ¡Qué decisión Fernanda! ¡Qué decisión!...”.
Un pedazo de verso escrito con la soltura que sólo permite el oficio. “Pareces una nena” y Suárez Hermoso disfruta en cada letra, recordando los bares de ese San Carlos que como distracción sólo tiene bares y cantinas, con hembras felinescas, ataviadas de lentejuelas que contrastan con el barro de la calle. A la medianoche Daniel escribe poemas en servilletas, y en la mañana, aún bendecido por los espíritus ocultos en la bebida, deja trazos claros en el papel que ha de ser libado por otros de su especie, como yo, que lo disfruto a destiempo y lo celebro mientras trasegó un vinillo en su honor, quizá recordando algún bar de esos de mala muerte, donde me siento el propio Bukowski. ¡Salud Daniel, hermano!, porque de cierto os digo que María Félix coquetea impúdica en las resacas de nuestras nostalgias.